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CATEGORÍA ESPECIAL

Premio Narrativa

Título: La complicidad de tus ojos

Autor: Julio González Curiel

Cuántas veces, durante mucho tiempo, he mirado a mi alrededor preguntándome qué

circunstancias marcan nuestro deambular por la vida, qué fuerzas insospechadas y

etéreas deciden el sentido de los acontecimientos que nos conducen a ser lo que somos,

a tomar un determinado camino…

Suspiras. Sé que creerás que estas primeras líneas anuncian esa idea (tan manida) de

que el destino está previamente escrito, de que las decisiones están ya tomadas antes de

que las concretemos conscientemente. No. No va por ahí. Quiero exponerte (no

convencerte) que esas circunstancias, esas “fuerzas” poderosas e influyentes que yo

intuía -y que ahora sé que existen- las vamos creando nosotros mismos, tú mismo, en tus

actos cotidianos. Lo sé. Te muestras escéptico, muy escéptico. Vale.

Voy a contarte una historia. No pretendo que me creas, pero debes saber que lo que vas

a leer es real, en todos los sentidos. Me pasó. No se trata de un ejercicio literario. Tú

decides.

Soy alguien… normal, como tú. Estoy casado, ya paso de los cuarenta, y tengo dos hijos

que están en proceso de salir de casa. Mi trabajo…, no es relevante para el caso; trato de

ganarme la vida dignamente. Vamos a lo que vamos.

Hace un tiempo, unos meses, viajé con mi mujer y unos amigos a una villa de montaña a

pasar allí el fin de semana. Nuestros hijos no nos acompañaban (ya son mayores para

este tipo de salidas con los padres), pero sí otros -niños y adolescentes- de estos amigos

de los que te hablo. Todo iba bien. Habíamos decidido que el sábado cogeríamos tres

coches con la intención de visitar un antiguo pueblo abandonado que se encontraba,

circulando por una pista sin asfaltar, a unos pocos kilómetros. Mi mujer y yo dejaríamos

nuestro coche, no sería necesario, cabríamos en el turismo de otros amigos, en el asiento

trasero, acompañando a su hijo de diez años.

El sábado avanzaba de forma genial: un buen desayuno, luego ruta hacia el pueblo. Un

lugar impregnado de melancolía, olvidado en el tiempo y quizá en la memoria de quienes

amaron y transitaron aquellos espacios que entonces pisábamos, violentábamos,

preguntándonos cómo habrían sido aquellas vidas de antaño, qué impronta habían dejado

entre paredes ya invisibles y suelos vencidos por la maleza.

Mediodía. A la sombra de dos inmensos pinos nos dispusimos a la típica comida

familiar, propia de un día de excursión. Imagínate: mesas y sillas plegables, fiambreras,

tortilla, carne empanada, alborozo, jaleo, algún llanto infantil, muchas risas… Seguro que

has disfrutado alguna vez de algo así. Sí. Dis-fru-ta-do. Detente un momento en la lectura,

dedica unos segundos a visualizar esta imagen campestre. ¿Ya? Lo entiendes mejor si lo

has vivido y lo rememoras desde la distancia de los años. Por tanto, puede que ya estés

de acuerdo conmigo en que “disfrutado” es lo correcto.

Vale. Excesivo; tan “genial”, tan bucólico. Lo sé. Pero es que estaba siendo así, te

lo prometo, por lo menos hasta ese momento. En fin, dedicamos parte de la tarde a jugar