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Entonces ocurrió.

Aunque no me vas a creer…

Alrededor del vehículo percibí claramente las formas de múltiples ojos. Sí, ojos.

Ojos que miraban a mis ojos. Ojos… curiosos, suplicantes, agradecidos, nerviosos,

atrevidos, tímidos, imponentes, achinados, almendrados, deslumbrantes, diminutos…

Pero eran ojos en rostros difuminados, rostros irreconocibles. Solo se distinguían con

nitidez las parejas de cientos de ojos; pupilas contraídas y dilatadas, iris de varios colores

salpicados de relieves lunares. Al instante creí reconocer entre aquellos ojos los de mis

hijos, entre los más cercanos, y mi mente los situó en sus rostros siendo niños, cuando

me miraban llenos de asombro y emoción mientras les contaba un cuento a los pies de su

cama, antes de dormir. En seguida tuve la certeza de que estaban allí. Sus ojos.

Pero había muchos más, como ya has leído. ¿Qué pasó? Lo que te voy a contar es

cierto, trata de creerme, por favor.

En primer lugar, el tiempo se detuvo. Desde la aparición de aquellos ojos, desde el

silencio más absoluto, el tiempo se detuvo. Ya. Distinguí un grupo de cuervos

suspendidos en su vuelo en la cada vez más dominante semioscuridad del cielo aún azul

abovedado. Sobre mi rodilla se mantenían en un equilibrio imposible mis gafas de sol,

inmóviles. Debían caer, pero no caían. Nosotros, el coche, tampoco.

En segundo lugar, los ojos dirigieron su mirada hacia un punto fijo en el terraplén, frente al

vehículo. Yo también miré. Pude ver que de manera inverosímil comenzaba a ascender

una roca, que sobresalió del suelo aproximadamente un metro, en unos pocos segundos.

Quedó allí dispuesta, aparecida.

A continuación, los ojos me miraron, ¿afectuosos?, y el tiempo reanudó su marcha. Con

él, el coche, que se deslizó hasta encajar su parachoques delantero en aquella roca, y así

evitar el deslizamiento cuesta abajo, el precipitado descenso al fondo del barranco. Los

cuervos continuaban su vuelo; mis gafas de sol habían caído, y ya permanecían entre mis

pies.

Los ojos circundantes, desaparecidos.

Mis amigos, yo mismo, empezamos a reaccionar. Ahora sí que nuestra respiración

tronaba acelerada, emitíamos algún sonido. El turismo había quedado suspendido entre el

fin del suelo firme horizontal y la roca; una rueda en el aire, otra hundida en el terraplén,

en un precario equilibrio. Luis empezó a dar órdenes: quién debía bajar primero, cómo

debíamos hacerlo. Es alguien con carácter, capaz de analizar situaciones y buscar

respuestas adecuadas. Ese es Luis. Y le fuimos haciendo caso; y así alcanzamos el

camino y fuimos conscientes, plenamente conscientes, de lo que había pasado, y nos

abrazamos y nos pusimos a llorar. A la distancia se distinguían ya las luces de los otros

dos coches de nuestros amigos, que volvían al encuentro, preocupados por nuestra

tardanza.

Después… Mi atención había perdido intensidad, mi mente ya solo repetía imágenes

vividas en los minutos previos, entiéndeme. Así que aquí, mis recuerdos son difusos: una

grúa tirando del coche suspendido para devolverlo a la pista forestal, personas a mi

alrededor repitiendo una y otra vez la enorme fortuna que habíamos tenido, al quedar el

turismo detenido por la única roca que había en esa disposición en el terraplén, en varios