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metros a un lado y a otro… No había otra. “Un milagro”, oí varias veces. No sé. No quiero

discutirte el significado de esta palabra, si lo fue o no. Lo que sé, y solo yo fui consciente

de ello, es que aquella roca no estaba allí cuando empezamos a caer, que aquellos ojos la

habían hecho aparecer de la nada. Nadie más lo percibió. Y no entendía por qué yo, sí.

Por qué yo sí lo había visto.

Pero aquí viene lo verdaderamente importante, lo que me ha decidido a escribirte

esto, a que lo leas, aun corriendo el riesgo de que me tomes por loco. Ya me tomas por

loco. Pero quizá, si me crees, puedas posicionarte. Y actuar.

Que sepas que, desde entonces, a lo largo de varias semanas, he ido

reconociendo los rostros a los que correspondían aquellos ojos. Por supuesto, los de mis

hijos. Y además, los de mi propia mujer, y Paula y Luis (¡sus ojos estuvieron allí, dentro y

fuera!), los de otros amigos, los de algunos de mis compañeros del trabajo, los de varias

personas que me cruzo cuando salgo a caminar y hacer deporte, los de gente que me

atiende en mis compras, los de ciertos periodistas y personajes televisivos, hasta los ojos

de algún político. Y sigo reconociendo más y más, todavía no ha terminado. Había

tantos… Los últimos los encontré ayer mismo, en el rostro de Nayeli, una niña peruana

que tuvimos apadrinada hace años. Revolviendo entre documentos apareció su foto, la

que nos enviaron cuando iniciamos la aportación en la ONG. Nunca la conocí en persona.

Pero en esa foto me mira, sus ojos se cruzan con los míos. La reconocí al instante. Sus

ojos también estuvieron allí. ¿Que cómo puedo hacerlo? No lo sé, lo cierto es que los

tengo tan nítidos, tan presentes. Decenas y decenas de pares de ojos.

Pero, ¿por qué estas personas? ¿Qué tienen en común? Esta pregunta me

atormentaba hasta estos días, que creo haberlo descubierto. Sé que lo he descubierto. Y

es por ello por lo que te escribo, como te digo. Y es que a todos los de esa lista imprecisa

que te he nombrado antes, (y a Nayeli, por supuesto) los recuerdo habiéndome mirado

directamente a los ojos. Sí. Directamente a los ojos. En persona unos, y otros desde

múltiples pantallas e imágenes impresas, porque es evidente que hay quienes, aunque

desconozcan que estás detrás de una cámara, te ven. Y te ven porque miran desde la

humanidad, desde el aprecio, desde la aceptación. Es el principio. Es la toma de

conciencia. Te miran a los ojos. Y te salvan. Ya sé, difícil de explicar. Es mi culpa, no la

tuya, no encuentro las palabras. Pero he sido consciente de que aquellos ojos me

salvaron, porque antes me habían visto (visto, en todos los sentidos), y les había

importado. Aunque nunca hubiera hablado con algunos, incluso aunque no sepan de mí

conscientemente, sus ojos se habían cruzado con mis ojos, y me vieron.

No te has creído nada. “Menudo chasco”, estarás pensando, “solo es una fábula

más con moralina barata”. Me duele que pienses así, que eso sea lo que parece, no te lo

voy a negar. Pero no ha sido mi intención, solo he pretendido transmitirte una verdad. Más

difícil cuando parece mentira… Sí, yo mismo dudaría. ¿Quién se va a creer esto? ¿Cómo

explicarlo sin que parezca lo que parece? Te han engañado tantas veces, que ya no

confías…

Respeto tu opinión. De verdad.

Pero, ¿sabes qué?

La próxima vez que me cruce contigo te miraré a los ojos. Para transmitirte que me

importas. Tú eres muy libre de hacerlo. Lo único que deseo es que seas tú el que de

nuevo vuelva a salvarme la vida. O yo a ti, aunque no lo creas. ¡Quién sabe!