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CATEGORÍA E

Primer Premio Narrativa

Título: La corte nula

Autora: Carla López de Zamora Pagán

Desperté sola en mi enorme habitación, el sol filtrándose entre las pesadas cortinas de

tela rosa bordada con flores. Me levanté con los pies descalzos y terminé de descorrerlas.

A través del cristal se veían los jardines del palacio, y más atrás, los campos de cultivo.

Los días pasaban monótonos en estas estancias de lujo. Visitas entraban y salían como

tostadas hojas de otoño a las que se las lleva el viento, dejando tras de sí no más que su

ausencia. Bajé a desayunar con mi familia. Madre seguía encamada, encerrada en su

habitación. Padre estaba alicaído, con la mirada perdida entre el plato de pastas y su

café. Dos medias lunas violáceas adornaban sus ojos, y parecía haber envejecido diez

años en los últimos días. Julián estaba sentado en la otra esquina de la mesa, leyendo un

libro de aventuras mientras se terminaba un bollo. El silencio me ahogaba en el gran

salón, y mientras las sirvientas me preparaban una taza de té, imaginaba a mi madre

moribunda en su cama, con media docena de médicos enmascarados a su alrededor. La

cuidada decoración de la cama no hacía la imagen menos deprimente, y la dorada luz que

traspasaba las ventanas empalidecía aun más el rostro de mi madre. El sonido de la taza

al ser depositada sobre la mesa me sacó de mis pensamientos y me devolvió al mundo

real. Ojalá que la realidad no fuera así, pero lo era.

Aquel día vagué por los pasillos como sonámbula, y me acosté en la cama helada a mirar

las estrellas que florecían entre las montañas. A la mañana siguiente recibiría la noticia de

que mi padre también estaba infectado, las manchas se habían alojado bajo su arrugada

piel. Días más tarde, la peste se llevó también a mi hermano, y los médicos se llevaron su

diminuto cuerpo envuelto en mantas de casa.

No pude velarles por riesgo a caer yo también enferma, la única heredera de la familia. Mi

hogar ya no era un lugar seguro, las paredes sangraban negras y en los jardines las rosas

florecían ya putrefactas.

Me llevaron en un carruaje de caballos negros como la noche hasta el palacete donde

solíamos pasar el verano, rodeado de montañas. La casa se erguía como un monstruo

marmolado acechando para devorarme. Algo iba mal en mí. Junto con mi familia, la

enfermedad se había llevado una parte de mi interior, algo se había quebrado dentro

cuando sus cuerpos fueron incinerados.

Todo había dejado de tener sentido. Los días eran confundidos con las noches, y el paso

del tiempo se me hacía pesado y confuso. Los criados me miraban como si solo fuese

una sombra, un fantasma de lo que en otro tiempo fui. En los meses posteriores a la

mudanza, mi armario se convirtió en un gato negro que me vestía con desprecio. Mi pelo,

que solía estar recogido en complejos moños, ahora caía lacio sobre los hombros.

Una noche, habiendo pasado tres meses de encerramiento en la casa de campo, la

oscuridad me atrapó, pillándome desprevenida, y me encontré a mi misma caminando en

camisón hacía la ventana abierta, la puerta a los infiernos que se ocultaban bajo el

pequeño jardín de rosas envenenadas.

Pero cuando estaba sentada en el alféizar, escuchando a la luna reírse de mí por ser una

cobarde, las estrellas llorando porque por fin iba a reunirme con ellas, una garra tiró de mí

hacia atrás, la espada cayendo duro contra el suelo, frío, la respiración cortada

bruscamente, y entonces, oscuridad. No era la misma dama de la noche que me había

guiado hacia sus brazos, si no una oscuridad pesada pero en calma. El tipo de oscuridad

en la que uno quiere quedarse y simplemente dejarse morir. Pero eso no ocurrió, y

desperté en mi cama dos días después, con el tigre gris que había parado mi descenso