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hacia las profundidades observándome desde la puerta de la habitación. Soltó un gruñido

y bajó las escaleras de huesos blanqueados, cuyos escalones en otra época habían sido

mármol reluciente. El tigre volvió unos minutos más tarde acompañado de una bandada

de cuervos negros de ojos inquisidores como canicas de vidrio opaco. Se acercaron a mi

cama, sus picos cerca de mi cara. Tuve miedo de que me picaran los ojos, e

instintivamente los cerré, ahogando un grito. Entonces, y sin saber por qué, las

almohadillas del tigre estaban sombre mi hombro, tratando de calmar el involuntario

tembleque que recorría incansable todo mi cuerpo mientras los cuervos lo examinaban.

Cuando se fueron dejándome a solas con mi muerte en vida, me levanté del cadáver de

un viejo oso donde estaba tumbada y bajé a la biblioteca, donde cientos de ojos me

miraban desde las paredes, juzgando cada paso que daba sobre la moqueta de hierba

seca. Tomé un volumen y mis dedos se impregnaron de polvo de estrellas, cenizas de

cuerpos que estuvieron aquí mucho antes que yo. Las letras de sol quemaban la zona de

la pierna donde tenía apoyado el grueso tomo, y las cuidadas ilustraciones bailaban sobre

las páginas impidiéndome leer nada. La caligrafía del relato de amor había cambiado su

orden y ahora rezaba una historia que cubriría los ojos de cualquiera de lágrimas. Pero de

mis ojos solo fluyó veneno, que desbordó de mis mejillas hasta morir sobre el papel. El

tigre me miraba, quieto como las estatuas que decoraban las entradas de los palacios, tan

solo habiendo olas en su espeso pelaje al respirar.

Encontré las pesadas puertas de madera cerradas, creando un muro inquebrantable entre

el exterior y este mundo de cenizas y caras demacradas.

El tigre me había estado siguiendo todo el día, así que supuse que era mi guardián, la

maldición que merecía por haber intentado escapar de este mundo. La casa estaba contra

mí, y crujía como si fuese a derrumbarme cuando mi peso danzaba sobre sus baldosas.

El perfume de las flores de sus paredes me enfermaba cada vez más, y la constante

compañía del tigre era lo único que sujetaba mis huesos. Veía los mares que se

extendían entre las cortinas cambiar de color, verde, amarillos, para después volverse

marrones y volver a repetirse el patrón. Había dejado de dormir sobre la maraña de pieles

animales hace tiempo, ahora lo hacía recostada entre las almohadas tiradas en el suelo,

al lado de la ventana.

Los cuervos solían visitarme una vez al mes, pero últimamente lo hacían con mayor

frecuencia, y esa era la única visita que recibía del exterior. Realizaban siempre igual su

pequeño ritual como un incansable reloj al que diariamente se le da cuerda y se

marchaban por donde habían venido sin dejar tan solo una negra pluma que dejara

constancia de su visita. Los fantasmas que me preparaban la comida jamás hablaban

conmigo como habían hecho años atrás, y sus voces a mis espaldas rebotaban en mi

mente todo el día “

Pobre niña, se llevó a sus padres y con ellos su cordura” “Deberíamos

haberla dejado morir cuando ella lo intentó. Nos ha condenado a todos.”

La garganta del tigre había sofocado los gruñidos para cambiarlos por palabras, y se

había convertido en mi única conversación diaria. En parte entendía los susurros de los

fantasmas. Era una duquesa que había quedado reducida a polvo sin haber cumplido

siquiera la mayoría de edad, encerrada en una mansión sangrante con la única compañía

de un lobo gris. Loca. Demente. Sabía que sus acusaciones eran verdad, porque parecía

ser la única que veía la sangre deslizarse negra por los coloridos tapices de flores,

secando sobre los escudos familiares y manchando mis manos cada mes que tocaba

algo. Nadie la limpiaba, por lo que acabé deduciendo que nadie la veía. Pero para mí se

sentía tan real como el propio pulso, y tenía de carmesí mis ropas cada mañana, húmeda

y tibia.

Un día encontré que el tigre no me observaba desde la puerta de mi habitación al

despertar, lo encontré abajo, negociando con los hombres que guardaban en su