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CATEGORÍA ESPECIAL

Premio Narrativa

Título: Escribiendo

Autor: Miguel Díaz Romero

Era de noche. Como siempre desde que el tiempo se ralentizó. Abstrayéndose del

Cosmos, sumido en su propia burbuja acrónica, cuántica. Y era de noche porque parecía

que la luz al final del túnel no deseaba aparecer. Tres meses en el paro habían hecho

estragos en esa rutina que adoraba. Los días pues, los marcaba un reloj distinto al que

pudiera llamar estrictamente propio; y eso a veces no importaba nada... pero otras hacía

aparecer destellos de desesperanza en sus ojos.

Sentado en el borde de la cama que solía compartir con su esposa, escribía en una libreta

de cuadros, grande, con un boli de propaganda de una marca extranjera. Sabía que

aquellas lineas, aquellos renglones de letra ilegible por cualquiera que no fuera médico,

no llegarían a ninguna parte más allá de su blog; y del sobre donde, pasado el texto a

limpio, en formato Word y tamaño de letra doce preferiblemente, los presentaría al

enésimo certamen literario.

Suspiró hondamente tras aquella reflexión y se preguntó qué era, qué podía significar,

escribir ahora y aquí para él.

Tuvo que remontarse a séptimo de la extinta E.G.B para distinguir un borroso punto de

partida en esa andadura literaria. Alguien dibujaba a su lado y la gata dormitaba sobre la

colcha revuelta. No hacía frío y el ruido de la lavadora llegaba sordo desde la galería al

otro lado de la ventana. Aquel año, mil novecientos noventa y cuatro, empezó a escribir

más allá de lo necesario para aprobar en el cole. Y no había dejado de hacerlo desde

entonces.

De la poesía intimista y macabra para salir del acoso escolar al que era sometido;

pasando por el verso romántico de la adolescencia y alguna que otra oda a Nietzsche; a

las tres novelas publicadas que le ayudaban a pagar la compra en Mercadona de vez en

cuando... porque el oficio de novelista en esta España nuestra no daba para más.

“Aquí y ahora” no era “desde entonces”. Aquí era un marzo frío en un Caudete cada vez

más vacío. Ahora era un sábado equis sin nada mejor que hacer que presentarse al XXI

Certamen Literario Evaristo Bañón. Sabiendo desde antes de empezar que no lo

ganaría... porque nunca escribió para ganar, sino para vencerse a sí mismo. Tanto

proverbistas como filósofos orientales coincidieron en algo al hablar de la victoria: que es

más fuerte el que se enseñorea de sí mismo que de una gran ciudad. Y tenían razón.

Y las letras, cuales hormigas danzarinas en un abismo blanco con cuadraditos azules,

eran su triunfo sobre su cuerpo y sobre su alma. Sobre su cuerpo porque le obligaba a

aquietarse durante un buen rato frente al papel. Sobre su alma porque le hacía volar a

mundos infinitos llenos de libertad para expresar todo lo que era capaz de sentir.

La libertad era su vástago de tinta, reviviendo una y otra vez a cada trazo, a cada

pensamiento escrito... con cada arruga del papel. Respiró nuevamente para no dejarse

llevar por la emoción del momento al parir el aforismo anterior.

La pasión podía llevarle a la locura de pretender transformar en poesía un texto narrativo

como aquel. Y resultaba que la pasión le había llevado a la locura irrefrenable de escribir

lo que verdaderamente pensaba; y tal hecho era más peligroso que una cerilla

zambulléndose en un bidón de gasolina.

De repente, y con su gente hablando de deberes escolares a su alrededor, se dio cuenta